viernes, 8 de agosto de 2008

El 10° mandamiento


El Décimo Mandamiento
"No codiciarás la mujer de tu prójimo, ni la casa de tu prójimo, ni sus campos, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna que le pertenezca."
Con este mandamiento el Señor nos enseña a no caer en la envidia y los deseos impuros. Mientras que los mandamientos anteriores hablaban preferentemente del comportamiento humano, el último llama la atención sobre lo que ocurre en nuestro interior: sobre nuestros pensamientos, sentimientos y deseos. Nos convoca a buscar la pureza del alma. Todo pecado comienza con el pensamiento malo y si el hombre se mantiene en ese pensamiento surgirá el deseo pecaminoso. El deseo, a su vez, llevará al hombre a realizar el acto. Por consiguiente para tener éxito en la lucha contra las tentaciones es necesario aprender a cortarlas en su mismo principio, es decir en el pensamiento.
La envidia es un veneno para el alma. No importa cuán rico sea un hombre, si es envidioso siempre creerá que le falta algo más y vivirá descontento.
"Son abominables a Dios los pensamientos malos" (Pr. 15:26); "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo" (Pr. 2:24). Para no ceder al sentimiento de la envidia es necesario agradecer a Dios por Su misericordia para con nosotros, indignos pecadores. Aunque tendríamos que ser exterminados por nuestras faltas, el Señor nos tolera y hasta nos sigue enviando sus innumerables misericordias. Por nosotros derramó el Hijo de Dios Su preciosísima sangre. El santo apóstol enseña: "Teniendo sustento y con que cubrirnos estamos contentos con esto. Porque los que quieren enriquecerse, caen en tentación, lazo del diablo, y en muchas codicias locas y dañosas que hunden a los hombres en perdición y muerte. Porque el amor al dinero es la raíz de todos los males" (I Ti. 6:8-10).
El objetivo de nuestra vida consiste en adquirir un corazón puro. En un corazón puro mora el Señor. Por consiguiente "limpiémonos de toda inmundicia de carne y de espíritu, perfeccionando la santificación en temor de Dios" (2 Co. 7:11) El Señor Jesucristo le promete al hombre una gran recompensa a cambio de la pureza del corazón: "Bienaventurados los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios" (Mt. 5:8).
A la pregunta del joven, referente a qué debe hacer para heredar la vida eterna, el Señor Jesucristo contestó: "Observa los mandamientos ! y luego enumeró los mandamientos que hemos citado" (Mt. 19:16-22).
Resumiendo, hemos visto que el primer mandamiento nos llama para que coloquemos a Dios en el centro de nuestros pensamientos e intenсiones; el segundo, prohibe adorar o servir a otra cosa que no sea Dios y nos enseсa a no ser esclavos de las pasiones; el tercero nos enseña a venerar a Dios y su santo nombre; el cuarto nos indica que debemos respetar y dedicar a Dios el séptimo día de la semana y en términos generales, una parte de nuestra vida; el quinto nos hace honrar a nuestros padres y por extensión a todos los mayores. Los cuatro mandamientos que siguen nos inculcan el respeto al prójimo y nos prohiben hacerle cualquier mal: privarlo de la vida o afectar su salud, atentar contra su vida familiar o su prosperidad o comprometer su honor. Finalmente, el último mandamiento nos prohibe envidiar y nos llama a ser de corazón puro.
De esta manera, el Decálogo proporciona a los hombres el fundamento moral indispensable para la creación de la vida privada, familiar y social. La experiencia demuestra que mientras un estado legisla guiándose por estos principios morales y cuida que éstos se cumplan, la vida del país se desarrolla con normalidad. Pero cuando abandona estos principios y comienza a pisotearlos, así se trate de un régimen democrático o totalitario, la vida en el país se desarregla y se aproxima una catástrofe.
El Señor Jesucristo reveló el sentido profundo de todos los mandamientos explicando que en esencia se reducen al amor a Dios y al prójimo: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda alma, y con toda tu mente, y a tu prójimo - como a ti mismo. De estos dos preceptos depende toda la ley y los profetas" (Mat. 22:37-40). A la luz de esta profunda interpretación, el significado de los Diez Mandamientos radica en que, de una forma clara y precisa, especifican en qué debe manifestarse nuestro amor y qué es lo que se opone al amor.
Para que los mandamientos nos resulten de utilidad, es preciso hacerlos propios, es decir preocuparnos de que no sólo nos guíen sino que se incorporen a nuestra concepción del mundo, que penetren en nuestro subconsciente o de acuerdo a la expresión alegórica del profeta "queden escritas por Dios en las tablas de nuestro corazón." Entonces nos convenceremos por propia experiencia del vivificante poder que poseen, sobre lo cual escribió el justo rey David: "Bienaventurado el varón que en la ley de Dios está su deleite y en su ley medita de día y de noche... Será como el árbol plantado junto a arroyos de aguas que da su fruto en el tiempo y su hoja no cae y todo lo que hace prospera" (Sal. 1:1-3).


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